Carta de amor.
Algo tan simple y manido como chico conoce a chica se convierte en un viaje único y que desprende frescura de la mano de Paul Thomas Anderson en Licorice Pizza. El realizador sigue mutando su cine, realizando nuevamente una película completamente diferente a todos sus trabajos anteriores, pero siempre con su sello autoral, entregándonos una carta de amor al Valle de San Fernando y su guion más personal y tratado con un cariño particular, seguramente con toques autobiográficos.
Paul Thomas se embarca en su noveno largometraje con un reparto en el que encontramos grandes estrellas de la talla de Sean Penn o Bradley Cooper; este último interpretando al productor de cine Jon Peters quien fuese su productor en el largometraje que dirigió y protagonizó: Ha nacido una estrella (A Star Is Born, EE UU, 2018), quien recuerda al sexual personaje de Tom Cruise en Magnolia (Paul Thomas Anderson, EE UU, 1999). Pero los protagonistas y alma de Licorice Pizza son completos novatos que debutan en la actuación, Alana Haim, junto a toda su familia, aportando el realismo en la dinámica familiar dentro de la cinta, y Cooper Hoffman, hijo del fallecido Philip Seymour Hoffman, colaborador habitual de Paul Thomas Anderson. Cooper consigue superar todas las expectativas con su interpretación de Gary Valentine. El joven actor eleva el carisma del personaje que ya se encuentra en el guion, llenando la pantalla por completo. Mediante miradas y sonrisas sutiles, sin grandes aspavientos ni escenas apoteósicas, consigue entregar una interpretación que nos asegura a un actor que encabezará la próxima generación.
Su compañera de reparto, con quien comparte protagonismo, no se queda atrás. Alana Haim conquista la cámara con cada mirada y consigue transmitir todas las emociones que el guion pide con realismo y naturalidad, asegurando también una prometedora carrera en el cine. Pero los protagonistas no son los únicos debutantes. Paul Thomas Anderson es acreditado por segunda vez en su filmografía como director de fotografía, pero en esta ocasión junto a Michael Bauman, quien ejerce como director de fotografía por primera vez en un largometraje. El montador Andy Jurgensen también hace su debut en el cine. El debut de parte importante del equipo se ve reflejado en la frescura de la cinta y el cariño con la que es tratada, transmitiendo la misma sensación de amor a los primeros trabajos que el director ya nos transmitió con Sydney (EE UU, 1996) y Boogie Nights (EE UU, 1997).
Una vez más el director abraza a sus personajes convirtiéndolos en el centro de su historia y de su puesta en escena. Los personajes secundarios llenan de vida y realismo toda la cinta, los amigos de Gary y sus dinámicas hacen que el espectador se traslade a la adolescencia y se sienta uno más de ese grupo de amigos. En cada escena la cámara se centra en los personajes y sus emociones, pero aun así el nivel de detalle en la puesta en escena llega a un punto perfeccionista casi enfermizo por parte del director. En el resto de la escena siguen ocurriendo cosas en segundo plano, dotando de vida el Valle San Fernando. Licorice Pizza no deja momentos vacíos, en cada secuencia ocurre algo relevante y que atrapa al espectador. La puesta en escena tan bien cuidada se une al gran trabajo del departamento de arte y vestuario, y junto a la enérgica banda sonora, nos traslada y sitúa en 1973 sin necesidad de ningún cartel que indique en que época se sitúa la historia. En esta ocasión Paul Thomas se desliga completamente de las relaciones paternofiliales como centro del guion, centrándose en esta ocasión en el amor. Pero al contrario que en El hilo invisible (Phantom Thread, EE UU, 2017), trata el amor desde la juventud con el toque de magia que la mirada adolescente aporta a la vida.
Paul Thomas Anderson continua evolucionando y explorando nuevos horizontes cinematográficos, afianzándose como uno de los mejores directores de su generación, pero sin dejar de mostrar como su amor al cine sigue igual de vivo que en sus primeros proyectos.