28 de marzo de 2024

Críticas: Moonfall

“I’m Roland Emmerich, the destroyer of movie billboards”.

Es bien sabido que los alemanes sienten cierta inclinación a destruir el mundo de manera metódica, ya sea por la pureza de la raza o de la lengua originaria de su pueblo. Como decía mi profesora de antropología, si quieres organización vete a Alemania, pero si lo que te apetece es comer bien vente a España. La analogía nos viene como anillo al dedo para hablar de Roland Emmerich. Y es que, si lo que necesitas es una película al mínimo coste y en el menor tiempo posible en la que el mundo se vaya a la mierda de la manera más eficiente, él es tu hombre. Fiel a su alma alemana, el bueno de Emmerich sigue los preceptos de la filosofía de su país yendo a lo esencial de las cosas, a las cuestiones fundamentales. Es por esto que sus relatos están despojados de cualquier detalle superfluo que no contribuya a hacer que todo salte por los aires. Nada de profundidad psicológica, ni de empatía humana, tan solo el muy alemán gusto por la racional devastación de todo cuanto conocemos. Es el estilo del Oppenheimer del cine, aquel que deja el chasquido de Thanos al nivel de una pataleta infantil.

Hace unos meses Netflix estrenaba No mires arriba (Don’t Look up, Adam McKay, EEUU, 2021) , una ácida comedia en la que se evidencia la inconsciencia y desidia con la que nos enfrentamos a peligros determinantes para la raza humana. En esta ocasión no era el Covid aquello sobre lo que los científicos nos avisaban sin que hiciésemos ni puto caso, sino un meteorito que amenaza con reventar la tierra como si estuviese hecha de papel maché. Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio se pegan dos horas y media de metraje y varios meses de gira mediática para que nadie les crea. En Moonfall (EEUU, 2022), la nueva película de Emmerich, la NASA tarda veinte minutos en ponerse en marcha. Y es que lo que a él le interesa es derruir edificios a golpe de efecto digital y, al igual que Hitler cuando invadió Polonia, ningún protocolo ni escollo burocrático va a impedírselo.

Hay que reconocer que Emmerich es todo un artesano del fin del mundo cuya obra, como la de Micheal Bay, posee un estilo muy reconocible. Ambos tienen una inclinación por la espectacularidad y el montaje hiperrápido. Una decisión estética agotadora que podemos catalogar de “hiperclásica” y de la que la publicidad es su mejor ejemplo; medio del que Bay proviene y que Emmerich demuestra dominar en Moonfall, cuando presenta a uno de sus personajes en un concesionario de Lexus para, minutos después, hacer volar por encima de un cráter el último modelo de la marca, que cae sin ningún rasguño sobre un bosque nevado. Si las ramas no fuesen pantalla verde cercenarían las cabezas de sus pasajeros, eventualidad no posible en el universo de la película, donde lo que de verdad importa es que los escombros del Edificio Chrysler vayan a parar a escasos metros de nuestros protagonistas. Finalmente, lo único amputado ha sido nuestra atención, que vaga por los lares a los que huye cuando nuestros móviles nos preguntan si sabemos por qué la gente no aprende inglés.

A estas alturas, puede que algún lector se esté preguntando de qué va la película. Bueno, si nos remitimos al título de la cinta parece más que evidente que sus intenciones son reventar la luna contra la tierra y la misión de sus protagonistas (Halle Berry, Patrick Wilson y John Bradley-West) evitar que esto ocurra gracias al heroico sacrificio de uno de ellos. Queda claro entonces que por mucho que un astro cubra medio firmamento, esto no se parece en nada a Melancolía (Melancholia, Lars Trier, Dinamarca, 2011). Aquí no importa que la fuerza de gravedad lunar nos remueva los chakras provocándonos una profunda depresión o que nos quedemos paralizados ante nuestra inminente muerte. Lo fundamental es que lo que quede del mundo sea salvado y que los protagonistas se sonrían entre los escombros; que los millones de muertos que les rodean no les impidan disfrutar del hecho de haber aterrizado convenientemente a unos pocos kilómetros de sus seres queridos. Efectivamente, el espacio de Emmerich no es heliocéntrico. Tampoco geocéntrico. En todo caso podríamos definirlo como antropocéntrico, y ni siquiera. Para hablar con propiedad científica deberíamos inventar términos como “PatrickWilscentrico” (aunque habría que especificar que con desviaciones “HalleBerrienescas”).

Es sorprendente cómo en las películas de Emmerich se confirma aquella idea según la cual una obra artística es el reflejo de las inquietudes de su autor. Ya no es solo su alma alemana junto a su deseo de destruir el mundo que habitamos echándonos encima la luna, sino que sus propios personajes tienen una predilección por ciertas decisiones unilaterales muy parecidas a las decisiones fílmicas de su director, algunas de las cuales serían directamente suicidas en condiciones no cinematográficas. Es el infantilismo de quien no comprende lo que tiene entre manos, pero a quien su posición social o cuenta bancaria salvarán de cualquier apuro; la misma actitud inconsciente que se trasluce en todas sus cintas (de Godzilla a 2012), cualquiera de las cuales mandaría a otro realizador a criar malvas en el subsuelo.

Emmerich ha conseguido aquello que para los críticos es el sumun del buen cine: fusionar contenido y forma. Nadie lo va a admitir porque eso sería aceptar que el discurso de la crítica sobre lo que hace buena a una película es una pantomima. Pero lo cierto es que sus catástrofes naturales son al mismo tiempo desastres cinematográficos, lo que lo convierte en un director tremendamente coherente (y aquí que cada uno decida lo que esto nos dice sobre la coherencia). Moonfall representa todo lo que su cine lleva siendo desde que llegó a Estados Unidos: es neoliberal, superficial, absurdamente científica y con un humanismo rancio y problemático. No obstante, lo que jamás podrá llegar a ser es cinematográficamente reprochable. Como él mismo dice, no es ni filósofo, ni físico, ni político, sino director. Nada que rechistar.

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