16 de abril de 2024

Críticas: La peor persona del mundo

El bueno, el guapo y la mala.

En 2017, el público se deshizo en lágrimas ante lo que se ha dado en llamar (con muy pobre criterio) el “final lalaland”. Damien Chazelle nos hizo partícipes en esos minutos finales de las fantasías y remordimientos de sus artistas en el pastiche musical neo-hollywodiense que fue La la land; con la irrealidad de su París de cartón piedra y sus coreografías cuidadosamente acompasadas nos hacía conscientes de que es imposible conocer el futuro o reescribir el pasado. La única opción que nos queda es ir a tiempo en el presente.

Otro que también permite que las ensoñaciones de sus personajes vaguen por los cerros de Úbeda (aunque no con el edulcorado conformismo estadounidense sino más bien con la bergmaniana sequedad gélida propia del cine nórdico europeo) es Joachim Trier. Desde su primer largometraje (Reprise (Noruega, 2006)) el director noruego muestra una preocupación por la incapacidad de sus personajes para tomar decisiones determinantes en su vida. A diferencia de los experimentados bailarines de Chazelle, los cínicos protagonistas de sus películas danzan a destiempo, alejándose de la idealización “bernstiniana” para abrazar las convulsiones espasmódicas de Ian Curtis. Es una declaración de intenciones, sí, pero también un rasgo cultural y geográfico ineludible (el acercarse al Mads Mikkelsen de los minutos finales de Otra ronda (Druk, Thomas Vinterberg, Dinamarca, 2020); el parecerse más a Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark, Lars Von Trier, Dinamarca, 2000) que a West side Story (Robert Wiese, EEUU, 1961)).

La peor persona del mundo (Verdens verste menneske, Joachim Trier, Noruega, 2021) está muy lejos del musical aunque no tanto de la novela (que en el fondo es lo mismo solo que sin sección de cuerda). Sus compases son capítulos, en concreto doce, de ritmo caótico y extensión arbitraria, acotados por un prólogo y un epílogo que bien podrían haber sido escritos por los amigos protagonistas de la ópera prima de Trier. Ambos gustaban de novelizar su futuro como escritores bohemios (un desamor por aquí, un suicidio por allá, un reencuentro amistoso como desenlace…). Algo así pretende Julie (Renate Reinsve), la protagonista de su última cinta. La diferencia es que ella escribe fatal ¿Por qué? por pretender escribirlo todo. Estudiar medicina, interesarse por la psicología (o colarse en el cráneo y la cama de desconocidos), hacer fotografía y, finalmente, comprometerse. Fin del prólogo, comienzo de la vida.

Algo que la escritura de Trier y Eskil Vogt (Blind, De uskyldige) parecen haber entendido bien y que el cine estadounidense (tiene pinta) jamás comprenderá, es la naturaleza paradójica de lo inacabado, aquella de la que hablaba Bataille; el hecho de que nada más llegar a un puerto uno desea partir, pensamiento del que Julie va tomando conciencia a lo largo del metraje y que la convertirá en culpable a ojos de los otros. Ahí es donde comienzan los relatos, donde la indeterminación hace acto de presencia, donde el “coming of age” aparece. Pero en la incertidumbre, este mar abierto en el que todos nos herimos, no hay puerto donde atracar, y cuando uno se da cuenta le gustaría saber a qué “age” hay que “cominguear”. Julie no es autora de novelones de ochocientas páginas, de historias que abarcan décadas, sino que esboza relatos breves, de aliento corto, como Gep Gambardella en La Gran Belleza (La grande bellezza, Paolo Sorrentino, Italia, 2013).

Así, en un esfuerzo por encauzar su vida, imagina; e imaginar es mentir, huir y, por tanto, escribir. La naturalidad con la que Trier rueda el comienzo, la sobriedad y sencillez de su vida en pareja con Aksel (Anders Danielsen Lie) está destinada a quebrar. Escribir un artículo sobre sexo oral resulta estimulante, pero por momentos las conversaciones sobre Freud se hacen anodinas y la ordinariez lo envuelve todo de nuevo. Lo que Julie desea es socavar cimientos, sean estos los del feminismo más puritano o los de las relaciones humanas, que es sobre lo que Vogt y Trier siempre escriben y desde donde determinan el destino de su protagonista. Encuentra a un chico en una fiesta y un torrente de creatividad acude a su mente (escritura masculina). Se pregunta por los límites de los cuernos (¿hasta dónde me está permitido llegar?) y cambia la cadencia, el ritmo, baila como en La la land, mea delante de él y le pasa el humo de su cigarro en slow motion porque Trier la acompaña. Vuelve a ser protagonista del caos.

¿Cómo afrontar entonces el rutinario café de por las mañanas, ese que el somnoliento Aksel le ofrece? Parando el tiempo. Trier se va por la tangente a la manera abrupta de Tarantino: congela el relato y le ofrece a Julie la oportunidad de salir corriendo por la Oslo más soleada que jamás se haya visto y ella, con una sonrisa que bien le valdría un premio (el que la actriz recibió en Cannes), coge la oportunidad al vuelo. Pero al regresar no le espera el rostro melancólico de Ryan Gosling, sino una de esas conversaciones en las que todo se destruye a destiempo; en las que no se respeta la coherencia espacio temporal; en las que, sin las elipsis ni las acotaciones de una desconocida narradora, no entenderíamos nada. Porque cuando paras el mundo en una película noruega no es como en Big Fish (Tim Burton, EEUU, 2003) (que una vez le damos al “play” la vida se sucede a cámara rápida para recuperar el tiempo perdido). Antes bien, se desincronizan las emociones (“te quiero y no te quiero”), el pasado se desbarata y no queda otra que pulsar el interruptor porque el precio de la luz está por las nubes.

Al final, La peor persona del mundo no es ni Gosling, ni Emma Stone. Tal vez lo sean Aksel escribiendo cómics sexistas o Julie cuando va a visitarlo al hospital y, con esa involuntaria crueldad que le atribuye mi amiga Luna, le cuenta que nunca ha vuelto a hablar con nadie como con él (pero no le dice que le echa de menos). Tal vez sea Joachim Trier cuando decide abrazar el humor negro con el cinismo que nos podemos permitir nosotros, pero frivoliza con el aborto, que lo tendrán que filmar ellas; cuando rueda una rom-com divertidamente ácida, endiabladamente amarga, formalmente impecable y con unas interpretaciones que quitan el hipo; cuando retuerce a Bergman y nos manda a casa con mal cuerpo. Tal vez sea Chazelle “la peor persona del mundo” por caer en la cursilería y carecer del coraje que el noruego sí tiene. Tal vez, sin quererlo, lo seamos todos a cada momento que escribimos (a contratiempo).

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